sábado, 4 de diciembre de 2010

Primera carta a mi abuela Emilia.


Foto: Briseida Guillén


Esperaba escribirte sin parecer que solicito tu consentimiento para poder bajar la vista, verme los pies y tocar la tierra que piso.  Esperaba solamente contarte lo que veo en estos lugares tan lejanos al río San Vicente.  Pero sucede, abuela, que estas pantallas con miles de imágenes extrañas se acercan tanto a mí, que necesito de tus ojos negros mirándome.  Que me hace falta verte, con tu piel blanca y firme, asida de tu bastón de madera.

Esta vez quiero contarte algo.  Busqué un lugar, un café o un restaurante, en el que pudiera tomar un té caliente y lo encontré. ¿Sabes lo que es una casa del siglo xvii?  Podríamos juntas leer las asombrosas descripciones, y tú dirías —¡Qué bonito, hijita!—, y juntas sentiríamos que nos invade la fuerza para planear construirla, para regar agua sobre sus patios antes de barrer sus ladrillos y con la escoba hacer rodar las flores caídas de los árboles; y yo te diría —Sí, así es de bella—.
En ese restaurante libanés levanté la mano y pedí un té de hierbabuena.  Mientras esperaba, echaba una mirada a las personas que disfrutaban en otras mesas.  Intentaba distinguir los temas que ocupaban sus pensamientos y, como me sucede por estas tierras, me parecieron que eran personas ocupadas y completas con lo que su sangre ordena.
El té llegó en unos tazones de cobre.  Las hojas enteras de hierbabuena fresca caían poco a poco al fondo de la taza blanca y, ¡ay abuela!, supuse que el calor llenaría mi cuerpo, que con su aroma emanarían los nudos de mi corazón, y con su sabor me soñaría volando sobre tu jardín. Pero descubrí otras cosas que me parecieron terribles y que aparecieron frente a mí como una visión: que tus palabras enseñaron a mi madre a saber seleccionar la hoja adecuada para preparar el té, que muchas veces yo la seguí, deseando que de un rápido tajo arrancara las que me calmarían el dolor de estómago, y que ahora yo solamente tengo palabras, descripciones y mi voz para esparcir ese aroma tranquilizante.  Ese día decidí escribir para ti y anunciarte que ya no habrá tierra en las líneas de mi mano.  Me gustaría que estuvieras conforme.
Te platicaré más cosas en otra ocasión, pero por hoy, no te preocupes; mi corazón, como el de los maratonistas, ha ido aumentando de tamaño y ya no se agita descontroladamente. Cuando leas esto, quiero que sepas que mi alma desea, simplemente, que pongas tu vista sobre el roble que se inclina hacia el camino que va al río, y con esa imagen, te sientas aliviada.
Hoy voy a prepararme un té y, aunque en mi casa solamente tengo de los de bolsita, voy a pensar mucho en ti.