miércoles, 2 de febrero de 2011

La zafra en bicicleta

Foto: Fernando Pelletier

Abuela, esta vez pensarás que he sido infiel a las imágenes que imprimiste en mis ojos.  No lo imagines así, ya verás que no es así.
Muy bien sé cómo debo ensillar al caballo usando esas monturas especiales para mujeres.  Perfecto sé de esos pudores, pero ya sabes, abuela, que así como me comía las almendras del mole que preparabas, así mismo me gusta probar las cosas que tiene este mundo extenso.
Hace algunos días conocí a unas personas, compartí su delirio con ellos y viví ese fuego de montar una bicicleta y andar por caminos asfaltados.  Recorrimos decenas de kilómetros y en varias de ellas, un arroyo nos acompañaba mientras extendía sus brazos frescos para pintar de verde cientos y cientos de hectáreas de cañaverales.  Me sentí como en un sueño.  No eran los cañaverales de mi infancia, y tampoco los recorría con el impulso y ánimo de aquella yegua blanca; no eran los vendavales de Tzimol; era el viento común que llenaba mis oídos hasta limpiarlos para poder escuchar, claramente, los latidos de mi corazón.
Al terminar la ruta, mis amigos me pidieron que describiera lo que sentí en el recorrido.  Sé que muchos otros han respondido a esta pregunta diciendo que aman la libertad.  Ya sabes, abuela, qué difícil es para mí utilizar esa palabra, libertad.  Es tan amplia como la luz del amanecer que cada persona invoca en profundidades de diferentes tonos.  Todo el brío de la expresión parece quedar encerrado en las entrañas del alma de quien la pronuncia.
¿Sabes qué fue lo que sentí? diría que amo el horizonte que puedo alcanzar y tocar con mi alma; que admiro la fuerza de mis piernas que asemeja a miles de pezuñas en tropel; que me maravillo con la sensación del espacio inabarcable que sale y entra por mi nariz.
Ya sé, abuela, que te vas a preocupar por mí y seguramente dirás: ¡Jesús! No puedo pedirte que dejes de inquietarte por entregarme a estas aventuras.  Solamente quisiera que me dejes experimentar otras maneras de palpar las hojas fibrosas de la caña de azúcar; estas que, aunque no son las que tú me enseñaste, tienen el mismo olor: a muerte, a incendio y a acaramelada resurrección.