martes, 6 de diciembre de 2011

Madre, abuela: chispas de vida dentro de la arcilla humana





Abuela, pareciera que he implosionado.  Pareciera que algo hubiera provocado guardarme en mi propio cuerpo; algo fuerte y terrible que tal vez se parecería al fuego que incendió los cañaverales de mi abuelo; algo ardiente que me haría crepitar como la broza dentro de los hornos. Así ha parecido.
Pero todo ha sido provocado por una nueva fuerza, una desconocida por mí, pero sin saber exactamente cómo, siento que es realmente grande.  Sé que te avergonzará lo que te diré, pero todo ha sido provocado por un óvulo fecundado.  Esa pequeña parte de mí ha transfigurado no solamente mi cuerpo, sino también mi mente, haciéndome sentir como un cascarón protector, abrigadora y resguardada a la vez.
Venerable es la vida, abuela.  A la mitad de la gestación, tú, mi mamá y yo, ya contábamos con la cantidad total de óvulos que nos acompañaría toda la vida, y así sería, hasta el final de nuestras vidas, si no fuera porque en ese mismo momento, a las veinte semanas dentro del vientre de nuestras madres, estos comienzan a morir hasta la edad en que llega a la menopausia.  Pero la cantidad que vive en ese periodo, es enormemente prodigiosa y contiene el orden, el mandato, el equilibrio requerido para saber si una célula puede prosperar para formar un nuevo ser o no.
¿No es sublime, abuela?  Por supuesto que he sentido todo ese ardor que incendia y da vida, ese crepitar que devora y que en los campos otorga vida.
¿Sabes que en mis sueños he podido volar y comer una pomarrosa contigo?  El aroma, la textura y la redondez de la fruta no parecían parte de la visión, ni tus manos ásperas partiéndola en dos, ni tu boca reseca masticando esa poquísima carne amarilla de la pomarrosa.  Es por este sueño que hoy me he quitado unas cuantas de esas capas protectoras y te escribo, y te agradezco por la vida que acunaste.

Todos los hombres de todos los tiempos
aprendieron a hablar con esta palabra,
las luces de los cielos se encendían oyéndola,
los árboles de la tierra florecieron escuchándola,
y los pájaros la cantaron en sus nidos
y en el bramido de las fieras retumbaba.

Cuando nació la vida, todo dijo:
¡Madre luz!
¡Madre tierra!
¡Madre agua!
Y se prendieron los fuegos de los sacrificios

en las cimas broncas de las montañas.


(Antonio Médiz Bolio, “Mater Admirabilis")