martes, 5 de junio de 2012

La Donna del latte



Abuela, recuerdo las imágenes que llenaban tu oratorio. Por las tardes, a la hora de rezar el rosario, todas las imágenes que era posible ver era de vírgenes sosteniendo a un niño.  Algunas de ellas se les asomaba un pecho entre su ropa elegantísima; otras, con el niño de rostro apacible alimentándose de su seno; todas rodeadas de ángeles, flores y aves. ¡Qué rostros tan puros! ¡Qué imágenes tan plácidas!

Tú tuviste ocho hijos, y dime ¿pensaste alguna vez que la lactancia era algo en común entre tú y tus vírgenes venerables?  ¿Sentías algún poder ilimitado que proviniera del líquido que de ti fluía?  Sé que habría sido demasiada osadía.

El hecho práctico de la lactancia está descrito en muchos libros de biología.  Ahí se habla de glándulas, fluido corporal, alveolos, prolactina, hormonas, pituitaria, oxitocina y muchos términos más.  Pero no está descrita la imagen sorprendente que surge del interior de una mujer que amamanta: somos madres y nuestro ser, completo y total,  —no el moral,  ni el anímico, alegre o amargo, sino el fuerte, el de aliento vital y potente— está ahí, en el líquido que rezuma de nuestro pecho, para ofrecerlo a los hijos que la vida nos da.
La lactancia es paradójica.  Aunque sea natural que una madre pueda amamantar después de dar a luz, nada garantiza que lo haga, ya sea por enfermedad o por decisión.  Es por eso que en la historia humana ha sido incluso legislada por gobernantes, ha sido infravalorada ante la fórmula láctea, y en estos tiempos, abuela, es sobrevalorada.
Dicen los psicólogos que en el pezón se crea el mundo.  En el instante de satisfacción en el que un bebé descubre que existió una necesidad, él crea el pezón, crea a la madre, a la habitación y al mundo entero fuera de ella.  No se trata del hecho obvio de que para que exista una madre, debe haber parido un hijo.  Se trata de ese instante en el que estas ahí, dispuesta, atenta, esperando el momento en que cada hijo tuyo te da vida a ti misma.
Abuela, nuestra leche no es mejor que nosotras mismas.  Nunca pretendemos que alimentamos a quien pudiera dar vida eterna a todos los hombres.  Amamantar es acunar el privilegio de ver los ojos que más tarde, con los años, brillarán al observar los cientos de estrellas desperdigadas ahí, en la que llamamos Vía Láctea.