viernes, 29 de abril de 2011

El medio día llegará, pasará alto, muy alto sobre nosotros



Abuela, hace unos días llevé a mis canarios a la nueva casa en la que aceptaron cuidarlos.  Si los recuerdas, uno parecía una abeja hecha pájaro: era barrigón, pero ágil; el otro, rojo como el amanecer que nace en aquellas nuestras montañas.
Los motivos para alejarlos de mí son de esos totalmente razonables, de esos que suenan completamente lógicos y, sobre todo, necesarios; de esos contra los que no puedes luchar ni contradecir nada ni a nadie.
Ya sé, abuela, que me vas a dar varios ejemplos de "verdaderas" tragedias en la vida de otras personas; sé que puedo avergonzarme por ser tan inexperta y de sentir que me he quedado sin nada; pero, abuela preciosa, a ti sí te puedo pedir que al menos pueda quedarme, un rato nada más, con todo este sentimiento.
Amanecer envuelta en su canto, ver sus pequeños cuerpos y su mágico respirar, fueron cosas que disfrutaba y estaba convencida de que así sería por mucho tiempo, solamente por "mucho tiempo", pues siempre supe que algún día eso cambiaría cuando murieran.  Pero hay razones igual de funestas que la muerte y que pueden separar lo que parecía unido.
Me han comunicado que, con el paso de los días, los dos canarios han comenzado a cantar; eso es signo de que están felices y tal vez, de que era lo que necesitaban.  Ante la evidencia tan clara de que el "siempre" solamente residía en mi mente, me gustaría olvidar hasta la última vez en que tuve todos esos pensamientos.
Abuela, dime por favor qué debo hacer para escuchar solamente lo correcto; dime cómo apago el fuego que me hace pensar que estar juntos era lo que siempre quise; cómo calmo las llamaradas que me arden al querer estar unidos "por siempre", siendo cada uno lo que es y disfrutando el complemento y la fusión.
Mis canarios se han ido y, al mismo tiempo, he sido invitada a volar.  El único lugar en el que deseo estar, es contigo para abrazarte.



viernes, 8 de abril de 2011

El tiempo y sus manos de carbón

Foto: Briseida Guillén

Abuela, hoy limpié y ordené el librero de mi casa.  Tal y como lo aprendí contigo, moví muchas cosas de lugar para darle un nuevo comienzo al espacio que ocupaban.  Entre el polvo y varias cosas que ya no se usarán nunca más, recordé una historia de mi abuelo Víctor que leí varias veces cuando era niña.  No pude recordarla palabra por palabra, pero una frase, solo una, llegó a mi cabeza para repetirse una y otra vez: "... y el tiempo con sus manos de carbón...".
Siempre creí que la imagen del tiempo oscureciendo todo a su paso no tenía sentido. Pensaba que yo estaba lo suficientemente viva como para no olvidar la intensidad de las cosas que sucedían en mi vida.  Eso imaginaba hasta el día de hoy, cuando dentro de un libro encontré una carta recibida hace algunos años. Luego de un poema, el texto concluye diciendo: "Soy para ti y te sigo esperando".  Este final llenó mis oídos muy suavemente, como cuando al amanecer se escuchan los perros ladrar y te hacen imaginar la distancia.
En las primeras dos páginas se leen cosas cotidianas: levantarse, ir al trabajo, lidiar con las personas de siempre, regresar a casa y extrañar, cubrir con la tela de la nostalgia al día vivido. Es curioso, abuela, que con la presencia de la persona que se quiere, ese anhelo desesperante desaparece.  Pero en su ausencia, se ansía extrañar más cada instante, como si el amor provocara una locura tal, que solamente hace posible acunar uno de los dos sentimientos a la vez, y el turno lo asigna la marcha de la vida de cada persona que compone la pareja. ¿Qué podría terminar con estos dos sentimientos tan intensamente deseables? Nada —pensé.
Muy emocionada llegué a la última hoja, que para concluir dedica un poema que finaliza diciendo:

"...Y si después de todo
es la última vez.

Entonces cómo, cómo haré mañana
de donde sacaré la fuerza y el olvido
para tomar distancia de esta orografía
de esta comarca en paz
de esta patria ganada
                                      apenas y a penas
                                      a tiempo y a dulzura
                                      a ráfagas de amor."

Luego de leer este poema, entendí que la respuesta que di a aquella pregunta estaba equivocada.  Lo que termina con todo es esa última vez, esa que irremediablemente llega, esa que no tiene una próxima ocasión y que de tan extrema, todo mundo termina también por olvidar.  Esa vez, tan definitiva y tan voraz, que parece traer la boca rellena de los dientes filosos del tiempo.  Y entonces, abuela, terminé por comprender cómo le hace el tiempo para manchar todo lo que toca con sus manos de carbón, cómo desvanece el anhelo de la compañía, aunque yo siga intensamente viva.