viernes, 15 de junio de 2018

Ahora soy más pequeña

Briseida Guillén. Chiapas, México
Abuela, todos los vendedores del mundo tocaban tu puerta: el vendedor de cubiertos de acero, el vendedor de trastes de loza, el lechero, el que vendía cremas faciales, el de las toallas de algodón.

Todos los secretos del mundo cabían en el baúl de madera a los pies de tu cama: tu mantel preferido, la foto de mis bisabuelos en su boda, los bordados de mi tía Lolita, el radio de banda ancha.

Toda el agua pura del mundo pasaba, fría y transparente, sobre nuestros pies cuando atravesábamos descalzas el río hacia los cafetales de cerezas rojas.

Los frijoles y el maíz más ricos del mundo se guardaban en tu granero.

Todo el cielo podía verse desde tu ventana ¿En dónde estás tú en este instante?

El pan más suave de todos salía de tu horno: calientes inflaban sus panzas, cóncavas como el techo del horno.

Todas las mandarinas de mi mundo estaban en tus árboles y tú las ponías una a una, poco a poco, en tu mandil.

El tiempo pasó, abuela, y quisiera volver contigo al lugar donde todo colmaba mi curiosidad, donde mis deseos se satisfacían, donde mi sorpresa se mantenía, donde el azul del cielo era absoluto, era rotundo; donde los altos sabinos me cubrían mientras yo crecía, sin saber que al crecer lo perdería todo.
 
Para hablarle a Dios había que rezar en tu oratorio cada tarde, escuchar cada frase dicha por ti con esperanza y sobre todo, con confianza y agradecimiento de lo no recibido todavía.

Muchas más tardes he pasado lejos de ti, de Dios; ahora soy  más pequeña que antes, y el mundo es mucho más grande que cuando era niña y he olvidado cómo hablar con Dios.

¿Qué haces en este instante?





viernes, 6 de octubre de 2017

No seas cobarde y levanta tu espíritu




Abuela linda:

Las grietas que se abren en mi mente, no son mías, pero mue duelen, me espantan.
El polvo esparcido desde el corazón de los edificios derrumbados me quita el aire.
El polvo quieto en la profundidad de las paredes de mi casa rechina, como si se estremeciera para liberarse.
Cuando duermo el suelo succiona las patas de mi cama, asentadas en el tercer piso.
Las chispas del esmeril que corta el concreto colapsado brillan en mis ojos.
Y un quejido, de la fantasía de mi miedo, suena en mis oidos.

Y el sol permanece.
Y el frío permanece.
Y las noches permanecen.
Y mi voz, casi silenciada, permanece.
Y mis palabras, atropelladas por el llanto, permanecen.

Y te escucho diciendo: "¡Hija! ¡Hijita! Ven acá, no seas cobarde ¡Levanta tu espíritu!". Y siento la humedad en mi playera del aguardiente con pimientas rociado desde tu boca. Y me arde la piel con cada golpe de ramas de ruda.

Tu presencia y tus palabras también permanecen.
Veo a través de tus ojos cómo los sabinos se yerguen ¡se levantan!
Veo cómo las enredaderas trepan a los árboles ¡se levantan!
Cómo tu gata ondea su cola luego de ver cómo la serpiente se tragó a sus hijos. Ella se levanta.
Cómo los zopilotes suben al cielo, todas las tardes, haciendo círculos continuos, casi interminables.
Veo cómo el arroyo siempre va al rio.

Veo cómo tu mirada permanece en mí y me llama:
Tu voz me llama de entre las grietas de mi cobardía, tu mirada me extiende la mano para sacarme del hueco profundo de mis miedos.

Abuela, jálame un poco más, que quiero levantar mi espíritu.



domingo, 24 de julio de 2016

La ropa que visto


Me hice un collar con cada grano de maíz desgranado con tus manos y unos aretes con el sonido de las mazorcas frotándose fuertemente.
Me hice un collar con cada grano de frijol majado y unos aretes con el sonido de los palos golpeando las vainas y los granos cayendo en el piso.
Me hice un collar con cada grano de café cortado con tus manos y unos aretes con el sonido de tus brazos abriendo las ramas para encontrar las cerezas.

Me hice un vestido de hojas de maíz y unos aretes con el sonido de tus manos arrancándolas de la mazorca.
Me hice un vestido de miles de cuentas de granos de granada y unos aretes con el sonido de su jugo salpicando dentro de mi boca.
Me hice un vestido de bagazo de caña y unos aretes con el murmullo de los hombres trabajando en el trapiche desde la madrugada.

Me hice unos zapatos de río y un sombrero de ahuehuetes frescos.
Me hice unos zapatos de tierra y un sombrero cristalino y azul como el cielo.
Me hice unos zapatos de musgo y un sombrero de brotes verdes y alegres.

Visto un abrigo de fuego y mi corazón quiere regresar al fogón de tu casa.
Visto un abrigo de fuego y mis ojos quieren ver el milagro de la levadura creciendo.
Visto un abrigo de fuego y mi boca desea el sabor de tu pan horneado.

Mis manos están vacías, abuela, y quieren tocar tu piel dura y arrugada.
Mi corazón te extraña y anhela escuchar de tu boca "lo que Dios diga, hijita".