sábado, 12 de marzo de 2011

Felicidad no te vuelvo a dejar


Foto: Bernardo Gómez González
Abuela, ¿sabes que muchas veces recuerdo a mi papá?  Hoy escuché en el radio una canción que se llama "Felicidad" y supe el nombre de quien la cantaba: Victor Yturbe.  Como cuando era niña, esta canción me sigue confundiendo: ¿cómo es posible que le canta a la felicidad y se me inunden los ojos de tristeza?
Recuerdo que me emocionaba cuando mi papá tocaba la guitarra y cantaba.  Lo veía pasar con cara de ritual y con eso yo sabía lo que seguía: descolgaba de la pared un estuche negro y entre el terciopelo rojo estaba su guitarra, limpia y olorosa a madera.  Aunque pareciera que no lo requería, la limpiaba una, dos y muchas veces.  Luego, invertía un poco de tiempo afinándola y cuando llegaba al punto de rectificar los tonos, me llamaba y me decía que la cancioncita esa se llamaba "Jinetes en el cielo".  La tonadita me daba miedo; tal vez imaginarme un caballo en el cielo, siendo que ya de por sí son enormes, me causaba temor. Aún así, me gustaba mucho ver cómo la rapidez de sus dedos sobre las cuerdas creaba esos sonidos que luego yo tarareaba mientras jugaba.
No recuerdo los nombres de las canciones que él interpretaba, solamente algunas partes. Una me hacía imaginar a una familia muy triste en su casa hecha de cartón; otra comparaba a una mujer con una gema o la hacía parecerse a una diosa; otra más decía: "Como violetas, también regresarás. La primavera contigo llevarás...".
Tal vez él no lo sabía, pero con su guitarra me dibujaba estrellas, aves volando, niños, ríos, campos que de tan floridos, todavía explotan en mi mente. Tal vez él no lo sepa, pero fue por su voz que me enteré que por cualquier camino, ya sea que triture la tierra con mis pasos o que haga rechinar el asfalto bajo mi suela, su voz me acompañará más allá de las montañas.
Tal vez él no lo sabe y seguramente, como con la canción "Felicidad", se le nublarán los ojos cuando se entere que con su voz que resuena en mis recuerdos, la primavera va conmigo, siempre.



viernes, 4 de marzo de 2011

Aquella arquitecta que no se debe simplificar en pocas líneas



Foto: Bernardo Gómez González

Abuela, hoy platiqué con una mujer, de esas que se visten de traje de dos piezas y blusa blanca, muy blanca, y de tela fina.  Ella sonreía amablemente durante nuestra conversación.  De pronto, su mirada cambió y ante mis ojos se transformó en una de aquellas enredaderas de flores blancas que se apropia del árbol hasta secarle la vida lentamente; de esas que les dices "matapalo".  Ella es una mujer que trabaja en una gran oficina y pertenece a ese mundo que ni a ti ni a mí nos da curiosidad de escudriñar.  Ella dijo: “¿Y ha sido difícil para ti el cambio de ciudad?”.
Mientras yo le sonreía, pensaba en lo extenso que es éste mundo e intentaba, inútilmente, calcular cuántas personas no han experimentado el permanecer sentadas o paradas, quietas, viendo cómo una abeja se baña de polen o cómo una lagartija gira la cabeza hacia una posible presa.  Procuraba pensar en la cantidad de hombres y mujeres que no han probado estar ahí, envueltos por el sonido de las chicharras y, al mismo tiempo, sentir que su cuerpo flota en el río, acompañando a su sonido.
Mi papá dice que el trazo del río San Vicente es la rúbrica de Dios.  ¡Qué grandeza la de Dios!  Abrirse paso en ese cielo azul, calmar las olas de los cañaverales y llenar el fondo del río con piedritas de colores.  ¡Qué sensación, abuela!, ver cómo los cañaverales, sin ser como el mar, van y vienen con el viento; cómo sin ser agua, sus olas rompen contra la muralla de troncos firmes de los sabinos.
Dime tú, abuela, ¿qué veías en los grandes ojos de aquella yegua blanca de mi abuelo? Cuéntame si alguna vez notaste en sus ojos algún motivo que no fuera atravesar, orgullosa, esos caminos empedrados, y llegar a refrescarse, lentamente, sorbo a sorbo, en el río helado.
¿Sabes qué respondí a la pregunta?  Dije: “Me haces una pregunta que me agrada y creo que, vayas a donde vayas, sea de ida o de vuelta, lejos o cerca, a un lugar pequeño o a uno enorme, siempre habrá de qué maravillarse”.  Nunca es mi intención instruir a las personas para que vean la vida como yo.  No sé si ella, mi amiga arquitecta, comprendió lo que dije. Ella verá, seguramente, fuerza intensa en los miles de kilogramos de concreto en los edificios, puede ser.
Ya no pude saber lo que ella opina sobre mi respuesta pero, abuela preciosa: ¡el mundo es enorme!