Briseida Guillén. Chiapas, México |
Abuela, todos los vendedores del mundo tocaban tu puerta: el vendedor de cubiertos de acero, el vendedor de trastes de loza, el lechero, el que vendía cremas faciales, el de las toallas de algodón.
Todos los secretos del mundo cabían en el baúl de madera a los pies de tu cama: tu mantel preferido, la foto de mis bisabuelos en su boda, los bordados de mi tía Lolita, el radio de banda ancha.
Toda el agua pura del mundo pasaba, fría y transparente, sobre nuestros pies cuando atravesábamos descalzas el río hacia los cafetales de cerezas rojas.
Los frijoles y el maíz más ricos del mundo se guardaban en tu granero.
Todo el cielo podía verse desde tu ventana ¿En dónde estás tú en este instante?
El pan más suave de todos salía de tu horno: calientes inflaban sus panzas, cóncavas como el techo del horno.
Todas las mandarinas de mi mundo estaban en tus árboles y tú las ponías una a una, poco a poco, en tu mandil.
El tiempo pasó, abuela, y quisiera volver contigo al lugar donde todo colmaba mi curiosidad, donde mis deseos se satisfacían, donde mi sorpresa se mantenía, donde el azul del cielo era absoluto, era rotundo; donde los altos sabinos me cubrían mientras yo crecía, sin saber que al crecer lo perdería todo.
Para hablarle a Dios había que rezar en tu oratorio cada tarde, escuchar cada frase dicha por ti con esperanza y sobre todo, con confianza y agradecimiento de lo no recibido todavía.
Muchas más tardes he pasado lejos de ti, de Dios; ahora soy más pequeña que antes, y el mundo es mucho más grande que cuando era niña y he olvidado cómo hablar con Dios.
¿Qué haces en este instante?