viernes, 7 de enero de 2011

Que me guíe el viento de tus pensamientos

Foto: Briseida Guillén


Abuela quisiera pedirte algo: ¿podríamos cantar esa canción que dice: "vamos niños al sagrario que Jesús llorando está, pero al ver a tantos niños muy contento se pondrá..."? Cuando era niña yo no entendía por qué lloraba Jesús pero estaba muy segura de que él se reconfortaría al ver que ibas tan feliz cantando, con mi hermana y mis primas, muy alegres todas, caminando detrás de ti.

Eso es lo que deseo ahora, creer que mi alegría puede contagiarse y diluir, al menos, mi desconsuelo. Eso he deseado estos días que tengo la sensación de ya no ser ni de barro, ni de cielo; ni de río ni de caña; ni de dulce ni de viento; ni mujer ni agua.
Seguramente aquella canción te ilusionaba al saber que la sonrisa de Jesús tenía el poder de resucitar, no el cuerpo sino el corazón. Mi anhelo es parecido al tuyo, pero con una diferencia: en aquellos tiempos tú parecías completa y aquella esperanza fortalecía tu felicidad; pero yo, ahora, puedo ver perfectamente una espada clavada en mi pecho y deseo arrancarla con aquellas estrofas.

Hace algún tiempo, en un museo, vi un corazón seccionado que tenía varias manchas negras y en una etiqueta se explicaba que esas sombras eran secuelas de varios infartos. Yo no sé de medicina ni del cuerpo humano y tal vez por eso me parece fácil imaginar que a veces le sucede lo mismo a mi corazón desde que, por quién sabe qué motivo, abordé una barca que no pensé que existía para mí.

Mientras navego, llega hasta mi cuerpo ese aire obscuro que lastima hasta las mejillas, de la misma manera que las hojas de la caña; pero abuela ¡envíame un suspiro, por favor! Utiliza al viento de mensajero, que ya verás que podré tocar la orilla tranquila de mi río inmenso.

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