Abuela ¿a dónde se van los sonidos que nos hacen felices?
¿En dónde guardas tú el sonido del viento que sopla los
cañaverales, el del llanto de tus hijos, el del río crecido, el de la cereza de
café arrancada, el canto de los pájaros, el del caminar de las mulas, el tronar
del fuego de la zafra?
La risa de mi hija ¿dime en dónde he guardado yo ese sonido?
Es tan suave como un remolino en un arroyo, tan corta como el zumbido de una
abeja, tan diáfana como el agua que toca las piedras en la orilla de un río.
Escucho el llanto de mi hija y el sonido se va de mí como
agua entre las manos, como pez en la corriente del río; luego de calmar su
hambre o dolor, ya no se escucha más, ya no existe más en mis oídos.
La memoria es tan endeble, abuela dime ¿a dónde se van los
sonidos que nos hacen felices? ¿Desaparecen? ¿Es en mi carne que quedan grabados?
¿Es en mis ojos? ¿En las arrugas de la piel?
Dime en dónde se guardan esos sonidos; quiero confiar, como
tú, que podré seguir siendo enteramente feliz aunque mis tímpanos nunca más
vibren con las palabras de mi hija pequeña.
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